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Literaturas de viajes: round trip de Sudamérica a Europa e inversamente
“Esta descripción dantesca hace pensar que el naufragio de Treutler en la costa de Chile no resulta tanto de terribles condiciones climáticas (puesto que en su travesía atlántica sobrevivió en un mero falucho) como del peso de la siniestra idiosincrasia patrimonial y casuista sobre la que se asienta el oropel de la sociedad porteña con quienes hizo su travesía final“
Por Roberto Hozven
En la literatura de viajes sudamericana y europea del siglo 19 y hasta mediados del 20 —tanto de América hacia Europa como de esta hacia América—, la vocación e intención de los viajeros difieren según sean sus orígenes e itinerarios. Domingo Faustino Sarmiento (Viajes en Europa, África y América. 1845-1847) o Benjamín Vicuña Mackenna (Pájinas de mi diario durante tres años de viajes: 1853, 1854, 1855) —entre otros—, yendo hacia Europa efectúan “el viajecito a la fuente de toda luz y toda verdad en este siglo” —escribe con dejo ilustrado Juan M. Gutiérrez, estadista y escritor liberal decimonónico argentino—; lugar donde “se va a gozar de la presencia de Dios” —especifica con dejo teológico Miguel Piñero, otro argentino ilustre. Es el viaje hacia los fundamentos de la cultura situados en el hemisferio norte (Europa occidental o EE.UU.), sitios donde “cristaliza la potencia y avance de la actual civilización humana” y de los que Rubén Darío testimonia en su visita a “La Exposición Universal de París, 1900”, artículo con que ilustra al retrasado mundo hispanoamericano (“bárbaro” habría escrito Sarmiento) y con el que Darío abre sus Peregrinaciones (1901).
Con Darío quedan claro los dos roles del itinerario que, al viajar, cumple el viajero hispanoamericano finisecular: yendo hacia Europa o EE.UU. es descubridor, heraldo que devela en el Viejo mundo el mundo dónde germina lo nuevo del espíritu humano. En su viaje de regreso, el viajero será realizador-protagonista, el agente transformador que infundirá en la arcilla del Nuevo Mundo la vocación modernizadora hecha de “la constancia, el vigor y el carácter” que sostienen “los secretos de las labores del Norte” (cf. su poema “Al águila”). En consecuencia, el rol del viajero es encarnar, en Hispanoamérica —lugar de destino de su viaje—, el cumplimiento de “lo que pueden la idea y el trabajo de los pueblos”, prueba la más victoriosa de la derrota de las arraigadas creencias y costumbres latinas del rétor hispanoamericano. De ellas, dos siniestras: cuando el presidente, gobernante, líder o caudillo entienden el gobierno del Estado y la Nación como si fuesen una extensión de su patrimonio particular, de su casa (“patrimonialismo” —diagnostica Octavio Paz) y; segundo, cuando esta subordinación de la voluntad moral, del inconsciente de los individuos, se cumple ajustando su idiosincrasia social (hábitos, creencias, costumbres) al espíritu acomodador de una razón de Estado presidida por las elites (“casuística” —diagnostica Richard Morse). Danilo Martucelli —sociólogo peruano enseñante en la academia francesa— llama “usos diferenciales de las reglas sociales” a esta politiquería manipuladora para enfrentar o resolver situaciones sociales, económicas o morales imprevistas. A empresarios que se coluden para alzar el precio mercantil de remedios, pollos o papel confort, los tribunales chilenos les imponen asistir a clases selectivas de ética; al ciudadano de clase media —o de “medio pelo” en español de Chile— que maniobra para pagar menos impuestos, se le castiga con el pago del 1000% de los impuestos birlados. Y qué decir del proletario que roba una gallina, ese va a la cárcel.
Dicho lo anterior, revisemos el viaje de Paul Treutler, ingeniero de minas prusiano quién viaja, en 1851, desde Hamburgo al norte de Chile para buscar oro y plata. Lilianet Brintrup —poeta y profesora puertovarina enseñante en la academia norteamericana— especifica que Paul Treutler, primero, viaja en goleta desde el puerto de Hamburgo —en el río Elba— a Valparaíso y, después, de Valparaíso reembarca a Caldera (puerto de Copiapó) en el más importante de los vapores de la Pacific Steam Navigation Co. (Artículo inédito). La travesía en goleta —siendo Treutler uno de cinco pasajeros en una tripulación total de 16 personas— fue peligrosa y llena de vicisitudes: “temporal y tempestades brutales con frío intenso y granizadas diarias experimentando sensibles pérdidas”. Sin embargo, la ligera goleta de tres palos arriba felizmente a Valparaíso. “El tono optimista que siempre caracterizó a Treutler, califica el viaje como ‘una feliz circunnavegación’. Estaban vivos” (Brintrup). El viaje de realización, aunque cumplido por un ingeniero alemán, se sobrepone por sus objetivos culturales, de modo optimista, a los accidentes climatológicos y marítimos siniestros atravesados por el mundo natural. Sin embargo, el reembarco de Treutler a Caldera en el Quito —vapor mayor de lujo—, en compañía de la más distinguida oligarquía porteña chilena en viaje a Europa, substituye el optimismo de partida (“‘El orgulloso Quito levó sus anclas’, viento en popa, en un día de sol y cielo azul, …mar en calma con nuestro alegre grupo en cubierta entre chistes, juegos y música”) por el repentino advenimiento de un temporal que (cubriendo de “‘nubes negras y pesadas el horizonte’”) concluye en un imprevisto e inconcebible naufragio. El ingeniero-realizador alemán que, en los años siguientes (1851-1863) llevará a cabo indiscutibles logros económico-sociales de éxito para la incipiente empresa minera chilena, inicia su estadía en Chile con un espantoso naufragio.
Este fracaso inicial del viaje de Treutler al norte de Chile ¿es consecuencia solo de las azarosas condiciones climatológicas del océano Pacífico? O —como insinúa Brintrup— ¿“el fenómeno inconmensurable y destructivo de la tempestad” (“con sus espantosos abismos de agua agitada”) podría ser, también, correlativo a las espantosas diferencias sociales, insertas en el casco del lujoso buque, y que la tempestad hizo visibles al quebrarlo en dos frente a costas chilenas, sudamericanas? Treutler contrasta de modo naturalista, avant la lettre, las condiciones de insalubridad subyacentes al esplendor oropel de sus acompañantes: “el hedor de vómitos, diarreas y disentería proveniente del hacinamiento de los ocupantes de los camarotes de segunda y tercera clase, encerrados sin aire ni portas en las partes bajas del casco, próximos a la quilla”; ocupantes —los mismos— “que prestaban servicios al resto de los pasajeros”. Hacinamiento y encierro que hacían imposible la limpieza e impidieron el socorro ante el grito final “¡Sálvese quien pueda!” rugido por el capitán.
Esta descripción dantesca hace pensar que el naufragio de Treutler en la costa de Chile no resulta tanto de terribles condiciones climáticas (puesto que en su travesía atlántica sobrevivió en un mero falucho) como del peso de la siniestra idiosincrasia patrimonial y casuista sobre la que se asienta el oropel de la sociedad porteña con quienes hizo su travesía final. Esa compañía, el peso de su tradición castigada por la descripción naturalista de Treutler, hunden al Quito.
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