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  |  Ed.23 – abr 2021

La “ratonera”: Hamlet por Zurita

El Premio Nacional de Literatura 2000 y Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2020, Raúl Zurita padeció, también, el embrujo de la letra del autor de Sueño de una noche de verano y tradujo, en 2014, Hamlet. Se trata de una versión libre de la tragedia del príncipe danés que dio lugar a una recreación, un tanto chilenizada, del “juego de tronos” que generan las acciones de los aristócratas de Dinamarca.

Por Alexis Candia-Cáceres

Al revisar las múltiples traducciones de Shakespeare efectuadas por escritores chilenos, parece claro que son sus tragedias las que concitan mayor interés. Neruda, Parra, Roa Vial y Zurita (ver nota 1) se han esforzado por leer las tragedias que componen el más selecto canon del autor británico: “Para muchos lectores, los límites del arte humano se alcanzan en El rey Lear, que, junto con Hamlet, parece ser la cota máxima del canon shakesperiano” (Bloom 75).

El Premio Nacional de Literatura 2000 y Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2020, Raúl Zurita padeció, también, el embrujo de la letra del autor de Sueño de una noche de verano y tradujo, en 2014, Hamlet. Se trata de una versión libre de la tragedia del príncipe danés que dio lugar a una recreación, un tanto chilenizada, del “juego de tronos” que generan las acciones de los aristócratas de Dinamarca.

Si bien la traducción de Zurita ha recibido ciertas críticas, en especial, de Arturo Cifuentes, quien la calificó como “[…] un trabajo a medias, hecho a la carrera, y que nadie revisó. Se parece a Ricardo III (al personaje, no a la obra): contrahecho y lanzado al mundo antes de tiempo” (Cifuentes, en línea), debido tanto a problemas de comprensión del sentido del discurso del poeta inglés, así como de omisiones, sobre todo, de didascalias; Zurita capta, en líneas generales, el espíritu y la miseria del melancólico príncipe. 

Al igual que en Macbeth o en Lear, la seducción del poder resulta incontenible para uno de los personajes claves de la tragedia, Claudio, hermano del rey, quien, tentado por la posibilidad de reemplazar a su hermano, decide asesinarlo. Claudio es la serpiente. No solo porque envenena al rey Hamlet sino, también, porque seduce a la reina (su cuñada) y toma la corona que, por derecho, corresponde al protagonista del texto dramático, tal como el mismo reconoce en el siguiente monólogo:

Diré acaso: perdona, Señor, el horroroso asesinato que cometí… No, no servirá de nada si continúo sacando provecho de lo que originó mi crimen: ser Rey, poseer a la mujer de mi hermano, mi propia ambición… ¿Podría acaso merecer perdón quien persiste en gozar de los bienes que su maldad le otorgó? En esta tierra corrupta es común que la mano criminal tuerza con oro el curso de la justicia y corrompa con los mismos bienes mal habidos la integridad de las leyes. (Shakespeare 84)

La ambición de Claudio desencadena “un enredo maldito” (Shakespeare 76) en el que todos los personajes centrales se ven sumidos en una “ratonera” (no por nada ese es el nombre de la obra que la compañía de teatro, instada por Hamlet, presenta a los reyes) que genera, de manera inevitable, finales aciagos. Hamlet plasma, entonces, la destrucción de un mundo.

A partir de la conminación del fantasma del rey Hamlet, quien revela a su hijo los entresijos de su propia muerte, se pone en juego una trampa en la que sucumben, uno a uno, los aristócratas daneses: “Si tienes corazón no permitas que el lecho real de Dinamarca sea la cama de la lascivia y del abominable incesto. Pero, hagas lo que hagas, no mancilles a tu madre que ya los tribunales del cielo se encargaran de ella” (Shakespeare 32). El rey Hamlet llama a la venganza, el príncipe piensa, más bien, que tiene entre manos una cruzada por la justicia. Para esto, desarrolla una estrategia tendiente a comprobar la culpabilidad de Claudio y, luego, una vez ratificada esa hipótesis, castigarlo de manera definitiva:

Él, que asesinó a mi padre y mi Rey, que ha deshonrado a mi madre, que se ha introducido furtivamente entre el trono y mis derechos justos, que ha conspirado contra mi vida, valiéndose de medios tan arteros. ¿No es de suprema justicia castigarle con mi mano? No cargaré con la culpa de tolerar que ese monstruo exista y siga cometiendo como hasta ahora fechorías atroces. (Shakespeare 129)

El mecanismo es simple: fingir su propia locura, mostrándose, más allá, de los límites de la razón. Hamlet dispone, para esto, de la inteligencia, el tiempo y los recursos necesarios para restaurar la ley del padre. La legítima autoridad ha sido destruida y Hamlet debe, en una clara anticipación de la lógica freudiana, restablecerla.

De esta forma, Hamlet se mueve, a lo largo de la tragedia, con un solo propósito. Lamentablemente, esa decisión justa lo pone a él y al resto de los personajes, culpables o no, en una “ratonera” de la que es imposible escapar de manera indemne. Todos los personajes deben pagar el precio de la restauración de la justicia.

Si bien existen personajes deleznables que merecen, a todas luces, un desenlace amargo, siendo Claudio, por cierto, el mayor exponente de ello; otros padecen más bien los daños colaterales de la tragedia. Quizás el caso más remarcable, en este sentido, es el de Ofelia. La mujer representa el interés amoroso de Hamlet, interés que, por cierto, se hace palpable al conocer un fragmento de una carta dirigida por el príncipe a Ofelia: “[…] has de saber que te amo más allá de lo decretado como posible” (Shakespeare 44). La declaración de Hamlet no solo es bella, sino que, también, peculiar: sugiere la existencia de un fuego amoroso que sobrepasa los límites de la propia realidad. Es la imposibilidad misma. Tristemente, ese amor es sacrificado por el intento de justicia emprendido por el príncipe. Es más, en uno de sus diálogos con Ofelia describe su relación a partir de la contradicción absoluta: “Yo antes te amaba, Ofelia […] Yo nunca te he amado” (Shakespeare 65).

Tras la muerte de Polonio (padre de Ofelia y Laertes) a manos de Hamlet, dado que lo espiaba detrás de una cortina, se termina de establecer el eje de la tragedia, esto es, la justicia hacia el padre. Ahora bien, todo lo que en Hamlet es impostura, en Ofelia se convierte en una triste verdad: la mujer pierde la razón tras el asesinato de Polonio. La inestabilidad mental de Ofelia termina en el fondo de un río, en una de las escenas más terribles y, a su vez, más hermosas de las escritas por Shakespeare: 

Las ropas extendidas flotaron sosteniéndola sobre la corriente que la iba llevando como si fuese una sirena, mientras iba cantando pedazos de tonadas antiguas como si ignorase su desgracia o como si las aguas hubiesen sido siempre su morada. Pero no era posible que durase mucho tiempo y las vestiduras, pesadas ya de agua, la arrebataran de sus dulces cantos hundiéndola en el lodo de la muerte. (Shakespeare 115)

A la muerte de Ofelia, sigue una reveladora escena -muy chilenizada por Zurita- en la que dos sepultureros discuten acerca de cómo es posible que una mujer que se ha suicidado y, por ende, ha transgredido uno de los mayores pilares del cristianismo, puede tener una ceremonia religiosa que, cualquier otro, tendría vedada:

SEPULTURERO 2: ¿Quieres que te diga la verdad? Pues mire, compadre, si no fuera una pitucacha te apuesto que no tendría entierro cristiano.

SEPULTURERO 1: Tienes razón y es una lástima que los palogruesos tengan este mundo de privilegios entre todos los demás cristianos para ahogarse y ahorcarse cuando les dé la gana sin que nadie les diga nada. (Shakespeare 118).

Los enterradores lo tienen claro: este es un drama de “pitucachas” y “palogruesos”, es decir, de la máxima esfera del poder político y económico. No se puede olvidar, en este sentido, que la muerte de Polonio establece que ahora no uno sino dos aristócratas deban buscar la justicia, en el caso de Hamlet o, de la venganza, en el caso de Laertes (“Lo único que deseo, y esto es lo crucial, es vengar el asesinato de mi padre” 106), y, por ende, cumplen con la máxima de la tragedia en orden a que esta arranca del conflicto entre dos fuerzas que detentan la razón.

A partir de este punto, la “carne” es arrasada. No por nada Ofelia reflexiona en torno a la locura de Hamlet, pero, a su vez, anticipando el destino del resto de los personajes: “Todo ha sido destruido” (Shakespeare 66). Ni los “enemigos poderosos” ni los de “baja ralea” resisten los efectos del duelo entre Hamlet y Laertes, el que, lleno de artimañas y supercherías, acaba con la ruptura de nobles corazones y el envenenamiento de serpientes.

Para el final, deseo recuperar una de las reflexiones del príncipe Hamlet que recuerda, una vez más, la tesis de Bloom sobre Shakespeare como inventor de lo humano: “Ser de verdad grande no es actuar solo cuando hay grandes causas, sino en afrontar con dignidad la contienda aunque sea por unas cascaras de nueces si el honor lo requiere” (Shakespeare 100). Shakespeare parece subrayar la relevancia del honor y la dignidad en un trayecto vital que, inevitablemente, tiende hacia el abismo. El resto, imagino, “es silencio”.

Notas

1. Tal vez la excepción podría ser la comedia La Tempestad traducida por Juan Radrigán en 2015.

Bibliografía

Cifuentes, Arturo. “El ‘Hamlet’ de Zurita”. En: https://www.latercera.com/pulso/el-hamlet-de-zurita/ (1/2/2021).

Shakespeare, William. Hamlet. Trad. Raúl Zurita. Santiago de Chile: Ediciones Tácitas, 2015.

 

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