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  |  Edición número 24

La dramaturgia como cadena de producción. Un apunte sobre el caso del teatro porteño

 “Tener claridad de su especificidad permite entender, a quienes no son parte del campo de lo escénico, que lo que se tiene frente a los ojos no es teatro, sino un texto literario vinculado al arte teatral. Por lo mismo, confundirse entre uno y otro es tan absurdo, como creer que se puede saciar el hambre mirando la foto de una hamburguesa

Por Verónica Sentis Herrmann

Cuando escuchamos la palabra dramaturgia, la imagen que aparece en nuestra mente suele ser la de un escritor sentado solo frente a una mesa, dialogando con personajes que se mueven como sombras por la habitación.

Sin duda el teatro es un arte del que, al menos en occidente, tenemos datos desde hace más de 2 mil 500 años. Sin embargo, a pesar de la inconmensurable cantidad de textos que lo estudian y analizan, se produce con este arte una confusión que, aún hoy en día, es recurrentemente necesaria de aclarar. Dramaturgia y teatro no refieren al mismo objeto estético. Uno es un texto literario, la mayoría de las veces subproducto posterior de una puesta en escena, y el otro es el acontecimiento que se experimenta a través del cuerpo, en un tiempo y lugar determinado, y que desaparece al terminar la función.

Este es, evidentemente, el origen del problema. ¿Cómo puedo referir o comentar una obra de arte que no atraviesa el tiempo? ¿Cómo podríamos saber del teatro griego, de los montajes de Shakespeare, de las siempre actuales obras de Molière, si todas ya habían desaparecido mientras aún sonaban los aplausos de la platea?

La respuesta es simple: a través del texto que quedó, vale decir, a través de la dramaturgia. Y está bien, pues mediante la escritura teatral se ha podido conservar un acervo cultural que, de otro modo, habría desaparecido.

Pero la confusión comienza cuando, poco a poco, la gente olvida que el objeto que tiene frente a sus ojos para leer se produjo, desde un inicio, de un modo muy distinto a la imagen del solitario escritor que trabaja en una mesa.

La mayoría de los grandes dramaturgos, llamados clásicos por su perdurabilidad en el tiempo, estaban ligados a la práctica. Escribían, como se dice en el medio teatral, al pie del escenario. Es decir, proponían escenas que iban modificándose mientras se ensayaba el espectáculo y, luego que este se estrenaba, aparecía el interés por conservar su texto, ya que el montaje como tal había dejado de existir.

Pienso en Aristófanes, que se hizo conocido dirigiendo sus obras, para competir y ganar con su espectáculo el festival de Leneas, en honor a Dionisio. Pienso nuevamente en Shakespeare y Molière, ambos favoritos de la corona que organizaban y actuaban en sus creaciones, primero estrenadas y mucho tiempo después publicadas. Pienso en Lope de Rueda, en las versiones de Meyerhold, en Brecht, en Heiner Müller, en Isidora Aguirre, quien reescribía los textos con lo propuesto por los actores, mientras asistía cada día a los ensayos. Pienso en Rodrigo García, quien, a la edición antologada de sus piezas ya estrenadas, tituló Cenizas Escogidas.

Si bien es evidente que no toda dramaturgia es hecha por actores-autores-directores, como los arriba nombrados, lo cierto es que para que una obra dramática sea considerada teatro, tiene que haber sido estrenada.

Hoy por hoy, el movimiento teatral de Valparaíso, en pleno desarrollo desde inicios del siglo XXI gracias a la reprofesionalización de su quehacer, da cuenta de la misma situación. Los directores/as construyen sus textos a través de lo que Dubatti (2003) denomina dramaturgia de puesta en escena. Una dramaturgia que nace en la improvisación de los intérpretes, durante los ensayos, y que termina con el estreno de la obra. En un proceso así, sería imposible la figura de un dramaturgo de escritorio, pues las producciones llevan las marcas de las personas particulares que las actúan, del lugar para el cual fueron concebidas y del equipo artístico que las creó.

Consecuentemente, mientras las leemos debemos recordar que no estamos frente a un texto previo, origen de un montaje, sino frente a la limitada transcripción de lo que fue un espectáculo multisensorial. Una experiencia en la que los cuerpos de actores y espectadores se afectaron entre sí, generando un momento intransferible, del que ahora solo perviven las palabras como grafos.

Si cualquier puesta en escena es un despliegue de energía, el teatro llamado físico lo es en extremo. ¿Cómo se puede, entonces, entender y transcribir un texto así? Este es el caso de la edición de la obra Tsunami, gran ola en el puerto -creación de Jenny Pino-, estrenada en 2010 y publicada por primera vez en 2019 dentro de la antología Valparaíso en Escena.

La puesta contaba con una banda de música en vivo y enarbolaba una visualidad, a través de paneles desarmables, que recordaban los grafitis de Valparaíso, para su versión de sala. Pero también fue exhibida al aire libre, en el plan de la ciudad, convirtiendo la urbe real en una escenografía que se citaba a sí misma.

Sin duda, esta creación -de la que ni siquiera queda una grabación en registro de video-, no se encuentra contenida en el texto editado. En ese sentido, debemos acercarnos a él como nos acercaríamos a una radiografía: sabemos que las imágenes de los huesos que aparecen en la placa corresponden al esqueleto de una persona, pero nadie osa creer que son esa persona.

Lo anterior lo podemos comprobar leyendo, incluso, solo una breve parte de la pieza publicada. Uno, entre varios ejemplos posibles, es la secuencia «¿Qué se trama?».

Al comienzo de la escena, se explicita la situación dramática indicando brevemente las acciones, en una síntesis que reduce a cuatro líneas, lo que originalmente era un despliegue escénico de diez minutos:

Cada pareja tiñe su secuencia colectiva de detalles particulares a la relación presentada. Hay seducción, violencia, machismo, drogas, descontrol, soledad. Se destaca que se incluye una pareja de borrachos que dialogan y monologan sobre el desamor. Sigue sonando el blues. (Pino 414)

Luego, se transcriben parte de los diálogos, los que también funcionan como esqueletos argumentales pues, como consigna la propia edición: “Se sugiere actualizar los textos cada vez que se quiera montar, contextualizando” (Pino 420).

Borracho 1: A veces yo la escucho y sé que es su voz llamándome, la miro, la busco y no la encuentro […]. Borracho 2: Yo… quiero abrazarla siempre […], decirle que todo el amor que siento es mucho más grande que toda esa agua y mucho más fuerte que las olas que rompen en las rocas. Borracho 1: Puta que estái cagao, hueón. Borracho 2: Pégame, pégame… Borracho 1: Ya poh, compórtate como un hombre, hueón. Borracho 2: No, quiero ser mujer Borracho 1: No, somos hombre nosotros, hueón. Borracho 2: Pégame, pégame Borracho 1: Cómo te voy a pegar si nosotros somos amigos. (Pino 415)

En resumen -y más allá de los ejemplos concretos-, lo que se quiere subrayar con este comentario es la necesidad de entender la dramaturgia como un tipo de texto particular, que lleva las marcas materiales de una cadena de producción. Vale decir, la necesidad de comprender la parte literaria del asunto como resultado de otras prácticas creativas, en las que muchas veces está primero la acción y luego la palabra.

Tener claridad de su especificidad permite entender, a quienes no son parte del campo de lo escénico, que lo que se tiene frente a los ojos no es teatro, sino un texto literario vinculado al arte teatral. Por lo mismo, confundirse entre uno y otro es tan absurdo, como creer que se puede saciar el hambre mirando la foto de una hamburguesa.

 

Bibliografía

Dubatti, Jorge. El teatro Jeroglífico. Buenos Aires: Atuel, 2003.

Pino, Jenny. “Tsunami, Gran ola en el puerto”. En Sentis Herrmann, Verónica. Valparaíso en Escena. Antología de dramaturgia porteña 1870- 2015. Santiago de Chile: RIL, 2019.

 

 

 

 

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