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Ecuaciones del abismo

Hace un momento, hablábamos de cómo cada uno de estos científicos contempla, en términos de Nietzsche, el abismo. Tachamos, no obstante, la segunda parte de su sentencia, que tiene que ver con que el abismo devuelve la mirada. Aquí subyace, en mi opinión, lo mejor y, también, lo más extraño de Un verdor terrible, debido a que Labatut explora el precio que deben pagar cada uno de ellos por disolver trozos de oscuridad”

Por Alexis Candia-Cáceres

Benjamín Labatut apuesta por la complejidad.

Un verdor terrible narra sistemáticamente distintos episodios claves de la vida de científicos (físicos, químicos, matemáticos) que, al ser observados en conjunto, parecen mostrar una serie de conductas que evidencian una propiedad central del ser humano: el deseo irrefrenable de cruzar las fronteras.

Al considerar lo anterior, es claro que Labatut dota las vidas de sus científicos de un sentido épico, esto es, que cada uno de ellos tiene el valor suficiente para abandonar su “patria” y partir rumbo a tierras extrañas en la búsqueda de un resplandor que, si bien abre sus ojos, termina, en ciertas ocasiones, cegándolos.

No es una ruta sencilla. Labatut toma una temática, como lo es la ciencia, popularmente separada o incluso escindida de la literatura y las artes y, con ello, traza historias que cumplen con una de las máximas propuesta por Harold Bloom para la mejor literatura: la extrañeza. Esa extrañeza arranca, en todo momento, de un anhelo revolucionario. Así, por ejemplo, podemos leer la ambición de Mochizuki o Grothendieck por desarrollar teorías matemáticas que alborotan las formas de entender la realidad y que, en el caso de Grothendieck, apunta a alcanzar lo que designa como el “corazón del corazón”: “una extraña entidad que Grothendieck había descubierto en el centro de las matemáticas y que lo había desquiciado por completo” (77).

Al igual que las historias de Mochizuki o Grothendieck, varias vidas mínimas de Un verdor terrible dan cuenta de sujetos que, tal como plantea Nietzsche, miran hacia el abismo, penetran en la oscuridad para revelar lo que existe más allá de la sombra, es decir, allende de los límites fijados por la realidad en un momento histórico determinado. Acaece con Einstein y su teoría de la relatividad general, con Schwarzschild y su singularidad que anticipa el descubrimiento de los agujeros negros y con Heisenberg y Bohr dando cuenta de una nueva interpretación de la mecánica cuántica.

Si bien muchos de estos avances constituyen cambios rebeldes respecto de la forma de aprehender el mundo y sus particularidades, generando, además, tecnologías fundamentales para el desarrollo de la humanidad, la ciencia constituye, tal como advirtió Mary Shelley, citada por Labatut en el texto, “un avance ciego [es] la más peligrosa de todas las artes humanas” (23).

Ciertamente, quien mejor encarna la imagen jánica de la ciencia es Fritz Haber, quien fue el inventor de un método para extraer nitrógeno directamente desde el aire y, en oposición, de una nueva forma de librar el horror en el frente a través de la utilización masiva del gas y, en consecuencia, de la aparición de la guerra química. Mientras su primer descubrimiento supone, tal como asevera Labatut, el crecimiento exponencial de la población humana, que pasa de mil 600 millones a 7 mil millones de habitantes en el transcurso de un siglo; la segunda implica la muerte brutal de miles combatientes en la Gran Guerra y, posteriormente, de millones de judíos en los campos de exterminio.

Tal vez el episodio más atractivo, en este sentido, es la visión de Heisenberg cuando desarrolla sus aportes sobre la incertidumbre. Más allá de representar una nueva forma de comprender la realidad o de sus potenciales aplicaciones, el físico alemán ve algo que, en ese momento, le está vedado pero que tendrá terribles consecuencias en el futuro: “[…] no fue capaz de confesar su visión del bebe muerto a sus pies, ni de los miles de figuras que lo habían rodeado en el bosque, como si quisieran advertirle algo, carbonizadas en un instante por aquel destello ciego de luz” (186).

Labatut trama, de manera cuidadosa, la estructura del relato, optando por historias que derivan hacia otras o, más bien, por un jardín de senderos que se bifurcan, al decir de Borges, y que, a través de mecanismos como el horror, los hallazgos científicos, las afinidades/rivalidades entre científicos, va ligando las vidas de hombres que exploran diversas dimensiones del universo. De esta forma, en “Cuando dejamos de entender el mundo” elabora un prefacio en el que narra la presentación de la ecuación de ondas de Schrödinger, que sienta las bases para saltar, luego, hacia las historias de Heisenberg, Brodie, el propio Schrödinger y la batalla final entre las visiones de Einstein, Heisenberg y Bohr.

Hace un momento, hablábamos de cómo cada uno de estos científicos contempla, en términos de Nietzsche, el abismo. Tachamos, no obstante, la segunda parte de su sentencia, que tiene que ver con que el abismo devuelve la mirada. Aquí subyace, en mi opinión, lo mejor y, también, lo más extraño de Un verdor terrible, debido a que Labatut explora el precio que deben pagar cada uno de ellos por disolver trozos de oscuridad. Desde los horrores de la guerra que atraviesa Schwarzschild, resolviendo las ecuaciones de la relatividad con un cuerpo que, literalmente, padece un proceso de destrucción hasta la renuncia de Grothendieck a las matemáticas, en particular, y a la vida académica y social, en general. Labatut se aparta, en estos momentos, de la gloria y penetra en la precariedad de la humanidad.

De ahí que en “Perlas en los oídos”, Schrödinger se recluya en un sanatorio para, en primera instancia, enfrentar los síntomas de la tuberculosis y, en segunda, y aún más relevante, encontrar la “ecuación de ondas”. Dueño de un talento descomunal, prisionero de un matrimonio abierto en el que el último amante de su esposa lo ha cuestionado y humillado públicamente al hacer notar que su interpretación de las teorías de Brodie no vale nada sin una ecuación que la sustente, Schrödinger enfrenta una encrucijada que, para bien o para mal, parece definir su futuro. En el sanatorio se suma, además, el creciente deseo erótico que siente por una adolescente, la que lo lleva, incluso, a resquebrajar su percepción de la realidad:

Cerró los ojos y contuvo el aliento, escuchando la respiración entrecortada de la señorita Herwig, y al abrirlos ella lanzó la sábana que la cubría hacia arriba, y él la vio transformada en la diosa de sus pesadillas, un cadáver de piel negra cubierto de llagas y heridas supurantes, con la lengua colgante fuera de su calavera sonriente mientras sus manos abrían los labios encogidos de su vagina, donde un enorme escarabajo agitaba sus patitas, atrapado en una maraña de pelos blancos. La ilusión duró solo un instante y luego la sábana volvió a cubrir a la señorita Herwig, que parecía dormir como si nunca se hubiese despertado, pero Schrödinger huyó despavorido. (169)

Labatut cierra la novela con una reflexión en torno a la muerte de los cítricos. Creo, a todas luces, que esa sección es una lectura imprescindible, dado que muestra las potencialidades horrendas de la abundancia en Un verdor terrible y, como no, en la vida misma.

Labatut entrega, en definitiva, una novela compleja y, a la vez, ineludible.

 

Bibliografía

Labatut, Benjamín. Un verdor terrible. Barcelona: Anagrama, 2022.

 

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